No es sino en esas madrugadas de algo
parecido al invierno en que el portazo de la casa al despedirnos se
calla ante el gélido bofetón que recibimos del
vientecillo mañanero, ese que nos deja el rostro entumecido.
No es sino en esas madrugadas de algo
parecido al invierno en que apretamos nalga contra nalga y nos
dirigimos raudos a la madriguera del metro, nuestras piernas en
piloto automático y el cálido olor a goma de escalera
mecánica.
No es sino en esas madrugadas de algo
parecido al invierno en las que las corrientes viciadas de los
andenes se convierten en un soplo cálido, preludio de algo
bueno, de algo que pasó y que no se sabe cuando volverá
a pasar, pero que pasa un momento a saludar.
Y ahí esta el vagón...el
calor aun no llega a los pies, de hecho no se sienten los pies.
Optamos por quedarnos erguidos, rectos; si acaso contra una puerta ó
cogidos de una barra, porque...en el metro, la verticalidad es óptima
para evocar, mientras que los asientos del metro son mecedoras, que
con su vaivén nos sumen en un letargo que embota nuestros
sentidos.
Calzando un 46, dormirse de pie es algo
viable, pero una vez se engancha un recuerdo, es complicado soltarlo,
ó más bien, que te suelte...y más aun cuando
hablamos de un recuerdo de libertad, de un verano que pasó, de
un día en que Madrid se derretía mientras el aire
acondicionado de la oficina mantenía fresco el aplatanamiento
general, era mediodía y la poca actividad mental de aquella
hora estaba centrada en el hambre que chillaban los estómagos
vacíos...ó lo mismo no tan vacíos pero ávidos
de escapar de ahí...y fue entonces cuando alguien ó
algo dijo aquello de...”¿por qué no nos vamos a tomar
algo?”, ¡qué locura!, ¡pero joder! Si estamos
delante del ordenador pensando en sexo y en comida, seamos serios por
favor...¡irnos al bar! ¡qué país!...minutos
después la naturaleza muerta de la oficina se había
difuminado para dar paso a ese oasis del bar, ecosistema peculiar
donde los haya sobre todo cuando se desarrolla en el hábitat
del barrio ó de un polígono industrial; maravillosa
fauna y exquisitos manjares y bebidas desfilan ante nuestros ojos
mientras los grilletes se empiezan a aflojar, alzar el brazo “una
caña”, pero joder, ¡qué hambre! “un pincho de
tortilla” y nuestros tobillos y nuestras muñecas adelgazan
súbitamente, los grillos nos bailan, su agonía metálica
apenas se oye entre los murmullos del organismo viviente que es el
bar...y llega la caña, tirada con mimo, como si preparan un
biberón y ¡atención!ahí está la
tortilla, hecha con mimo hace tres días, saludándonos
con ese calorcillo siniestro que un microondas, prostituta eléctrica
de bar que calienta a quien quiera que le metan, le ha donado.
Y es con el primer trago y el primer
bocado que las cadenas caen al suelo con pesadez y es con el primer
sorbo que uno se siente libre, y llegan las coñas y los planes
para la tarde, para el finde...y el tiempo que venía
arrastrándose al ritmo del calor de un mediodía
cualquiera de julio en la capital, acelera como la caña al
deslizarse por el gaznate: ya no hay jefes, ni oficina, ni tedio, ni
nada...solo la caña, el pincho, los colegas y el bar, el
ecosistema, la selva en la que somos leones...y suena la voz de la
señora esa que siempre está tan animada a cualquier
hora y que se sabe el nombre de todas las estaciones (hasta las del
metro ligero), avisa que ya hemos llegado y que es algo parecido al
invierno, me bajo pero el recuerdo sigue trayecto, seguramente hasta
un verano de estos, en que nos decidamos de nuevo a cortar los
grilletes y sentirnos reyes cuyo cetro es la caña y cuyo orbe,
el pincho.
Nota: aunque el pincho es un clásico,
se puede experimentar la misma sensación si se pide un
sándwich vegetal que, si bien se considera un manjar
metrosexual, con mayonesa y mostaza (sí sí mostaza)
está cojonudo.
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