lunes, 2 de abril de 2012

Madrugadas y mediodías


No es sino en esas madrugadas de algo parecido al invierno en que el portazo de la casa al despedirnos se calla ante el gélido bofetón que recibimos del vientecillo mañanero, ese que nos deja el rostro entumecido.
No es sino en esas madrugadas de algo parecido al invierno en que apretamos nalga contra nalga y nos dirigimos raudos a la madriguera del metro, nuestras piernas en piloto automático y el cálido olor a goma de escalera mecánica.
No es sino en esas madrugadas de algo parecido al invierno en las que las corrientes viciadas de los andenes se convierten en un soplo cálido, preludio de algo bueno, de algo que pasó y que no se sabe cuando volverá a pasar, pero que pasa un momento a saludar.
Y ahí esta el vagón...el calor aun no llega a los pies, de hecho no se sienten los pies. Optamos por quedarnos erguidos, rectos; si acaso contra una puerta ó cogidos de una barra, porque...en el metro, la verticalidad es óptima para evocar, mientras que los asientos del metro son mecedoras, que con su vaivén nos sumen en un letargo que embota nuestros sentidos.

Calzando un 46, dormirse de pie es algo viable, pero una vez se engancha un recuerdo, es complicado soltarlo, ó más bien, que te suelte...y más aun cuando hablamos de un recuerdo de libertad, de un verano que pasó, de un día en que Madrid se derretía mientras el aire acondicionado de la oficina mantenía fresco el aplatanamiento general, era mediodía y la poca actividad mental de aquella hora estaba centrada en el hambre que chillaban los estómagos vacíos...ó lo mismo no tan vacíos pero ávidos de escapar de ahí...y fue entonces cuando alguien ó algo dijo aquello de...”¿por qué no nos vamos a tomar algo?”, ¡qué locura!, ¡pero joder! Si estamos delante del ordenador pensando en sexo y en comida, seamos serios por favor...¡irnos al bar! ¡qué país!...minutos después la naturaleza muerta de la oficina se había difuminado para dar paso a ese oasis del bar, ecosistema peculiar donde los haya sobre todo cuando se desarrolla en el hábitat del barrio ó de un polígono industrial; maravillosa fauna y exquisitos manjares y bebidas desfilan ante nuestros ojos mientras los grilletes se empiezan a aflojar, alzar el brazo “una caña”, pero joder, ¡qué hambre! “un pincho de tortilla” y nuestros tobillos y nuestras muñecas adelgazan súbitamente, los grillos nos bailan, su agonía metálica apenas se oye entre los murmullos del organismo viviente que es el bar...y llega la caña, tirada con mimo, como si preparan un biberón y ¡atención!ahí está la tortilla, hecha con mimo hace tres días, saludándonos con ese calorcillo siniestro que un microondas, prostituta eléctrica de bar que calienta a quien quiera que le metan, le ha donado.
Y es con el primer trago y el primer bocado que las cadenas caen al suelo con pesadez y es con el primer sorbo que uno se siente libre, y llegan las coñas y los planes para la tarde, para el finde...y el tiempo que venía arrastrándose al ritmo del calor de un mediodía cualquiera de julio en la capital, acelera como la caña al deslizarse por el gaznate: ya no hay jefes, ni oficina, ni tedio, ni nada...solo la caña, el pincho, los colegas y el bar, el ecosistema, la selva en la que somos leones...y suena la voz de la señora esa que siempre está tan animada a cualquier hora y que se sabe el nombre de todas las estaciones (hasta las del metro ligero), avisa que ya hemos llegado y que es algo parecido al invierno, me bajo pero el recuerdo sigue trayecto, seguramente hasta un verano de estos, en que nos decidamos de nuevo a cortar los grilletes y sentirnos reyes cuyo cetro es la caña y cuyo orbe, el pincho.

Nota: aunque el pincho es un clásico, se puede experimentar la misma sensación si se pide un sándwich vegetal que, si bien se considera un manjar metrosexual, con mayonesa y mostaza (sí sí mostaza) está cojonudo.

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