Hay pocas cosas que me empujen tanto a la
reflexión y a la observación como un viaje de casa a la capital ó viceversa y
la verdad, no sabría exactamente explicar el porqué de esto. Quizá pueda
deberse a que los sentimientos están más a flor de piel, a la ida por el hecho
de ir al encuentro de los padres y de la tierra y a la vuelta por acabarlos de
dejar atrás.El caso es que en ambas circunstancias, las ventanillas del
autobús se presentan a mis ojos como aparatos de rayos X que burlan cualquier
capa ó disfraz tras el cual quiera ocultarse la realidad, mostrándola desnuda,
muerta y abierta en canal para que poder libremente revolver sus entrañas y
llorar sobre ellas.
Pero antes de la autopsia, hay que prepararse: no vale
cualquier autobús, se requiere comodidad en el asiento, ausencia de acompañante
y por supuesto ventanilla; música adecuada también ayuda. Una vez se dan todas
las condiciones es lícito dormir, se puede planchar la oreja hasta las 19 horas
más ó menos, ahí es justo cuando el sol, después de
haberse madurado así mismo, se muestra ante los propios ojos, como una naranja
ó un melocotón enorme y jugoso que poco a poco, por su propio peso, va haciendo
ceder una rama invisible que a duras penas lo sostiene y no logra librarlo de
ese horizonte exprimidor que un día más lo desangra sobre el llano castellano
dejándolo teñido de amarillo, de naranja, de ocre y de algún color más cuya
existencia solo cabe en el ojo femenino.
Y entre toda esa sangre y toda esa piel y
todos esos músculos ajados por el paso de los siglos, se dejan ver aquí y allá
los órganos, islas de casas cuya existencia es revelada a lo lejos por la
picota de una iglesia que vio nacer a las espigas que la rodean y que hoy, más
que solemne parece yerta, como los cipreses que a distancia prudencial y sin
quitar ojo de los muertos a los que custodian, llevan la cuenta de los que aun
faltan por pagar el peaje, semillas de un campo de cruces que un día se habrá
de llenar dejando sola contra el tiempo aquella torre de piedra, haciendo del
cementerio pueblo y del pueblo cementerio.
Ver como muere la tierra de uno, desgarra
por dentro, pensar e imaginar en los pocos que habitan el pueblo, en los
jóvenes única esperanza que, como yo, se han ido a probar fortuna a la capital
mientras todo va envejeciendo y muriendo, llevándose un pedazo de uno mismo. Y
luego las vecinas que preguntan: “¿y cómo te va por la capital?” “pues ya
estamos hechos a ello” “¿y te gusta aquello?” “bueno...no está mal” “¿y el
metro...?” “desde que descubrí que después de que se va un tren viene
otro...bastante mejor...” “huy, tú ya no vuelves” “hay que vivir...aquí se
cobra la mitad, pero claro, las cosas no cuestan la mitad”...y detrás de esas
preguntas se oye alto y claro el eco “has traicionado a tu tierra y a los
tuyos, cabrón pesetero”...
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