viernes, 13 de abril de 2012

Adiós plegaria de piedra (Cabron pesetero I)


Hay pocas cosas que me empujen tanto a la reflexión y a la observación como un viaje de casa a la capital ó viceversa y la verdad, no sabría exactamente explicar el porqué de esto. Quizá pueda deberse a que los sentimientos están más a flor de piel, a la ida por el hecho de ir al encuentro de los padres y de la tierra y a la vuelta por acabarlos de dejar atrás.El caso es que en ambas circunstancias, las ventanillas del autobús se presentan a mis ojos como aparatos de rayos X que burlan cualquier capa ó disfraz tras el cual quiera ocultarse la realidad, mostrándola desnuda, muerta y abierta en canal para que poder libremente revolver sus entrañas y llorar sobre ellas. 
Pero antes de la autopsia, hay que prepararse: no vale cualquier autobús, se requiere comodidad en el asiento, ausencia de acompañante y por supuesto ventanilla; música adecuada también ayuda. Una vez se dan todas las condiciones es lícito dormir, se puede planchar la oreja hasta las 19 horas más ó menos, ahí es justo cuando el sol, después de haberse madurado así mismo, se muestra ante los propios ojos, como una naranja ó un melocotón enorme y jugoso que poco a poco, por su propio peso, va haciendo ceder una rama invisible que a duras penas lo sostiene y no logra librarlo de ese horizonte exprimidor que un día más lo desangra sobre el llano castellano dejándolo teñido de amarillo, de naranja, de ocre y de algún color más cuya existencia solo cabe en el ojo femenino.




 
Y entre toda esa sangre y toda esa piel y todos esos músculos ajados por el paso de los siglos, se dejan ver aquí y allá los órganos, islas de casas cuya existencia es revelada a lo lejos por la picota de una iglesia que vio nacer a las espigas que la rodean y que hoy, más que solemne parece yerta, como los cipreses que a distancia prudencial y sin quitar ojo de los muertos a los que custodian, llevan la cuenta de los que aun faltan por pagar el peaje, semillas de un campo de cruces que un día se habrá de llenar dejando sola contra el tiempo aquella torre de piedra, haciendo del cementerio pueblo y del pueblo cementerio.

Ver como muere la tierra de uno, desgarra por dentro, pensar e imaginar en los pocos que habitan el pueblo, en los jóvenes única esperanza que, como yo, se han ido a probar fortuna a la capital mientras todo va envejeciendo y muriendo, llevándose un pedazo de uno mismo. Y luego las vecinas que preguntan: “¿y cómo te va por la capital?” “pues ya estamos hechos a ello” “¿y te gusta aquello?” “bueno...no está mal” “¿y el metro...?” “desde que descubrí que después de que se va un tren viene otro...bastante mejor...” “huy, tú ya no vuelves” “hay que vivir...aquí se cobra la mitad, pero claro, las cosas no cuestan la mitad”...y detrás de esas preguntas se oye alto y claro el eco “has traicionado a tu tierra y a los tuyos, cabrón pesetero”...

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