jueves, 8 de marzo de 2012

Cambio de residencia


 A dos semanas vista de un nuevo cambio de residencia (concretamente el sexto en siete años de periplo vital en Madrid) no puedo evitar darle vueltas al tema de los cambios de domicilio y las mudanzas, hasta el punto de haberse convertido en monotema dentro de ese santuario de reflexión y esparcimiento intelectual que es la taza del váter, donde buena parte de la humanidad tiene sus picos de fertilidad mental. Es más, creo que si a todos aquellos que trabajamos con la cabeza nos cambiaran nuestros ergonómicos asientos por tronos de loza, los resultados serían sorprendentes, pero esto es harina de otro costal.

Imagino que allá en los albores de los tiempos, los primeros seres unicelulares no tendrían mucho que preocuparse en el tema de vivienda, el hecho de haber proliferado en el medio acuático les solucionaba la papeleta, dejándose “mecer por las olas del mar”.  La cosa cambió con la aparición de los primeros antropoides, si bien en aquel momento eran el no va más de la evolución por aquello de que podían lamerse la entrepierna (por cierto, un cabo que dejó suelto la teoría de la evolución), ello les hizo ser más exigentes y refinados en materia de su hábitat:
 -Primero había que elegir la zona, puesto que aun no existían ni LIDL, ni Mercadona, se valoraba positivamente la presencia de árboles frutales, arbustos, hierba y si es posible animales que se dejaran matar sin tomar represalias. 
 -Segundo era la vivienda en sí, esto es, una cueva lo más acondicionada y resguardada posible, siendo en ocasiones necesario persuadir al actual inquilino para que la abandonara, bien con las patas por delante bien “motu proprio”. Y al final, todo volvía a empezar cuando se acababa la comida, sobrevenía alguna glaciación, erupción volcánica ó similar, ó simplemente, alguna criatura más fuerte creía oportuno instalarse en la vivienda actualmente ocupada. 



Accidente con la maleta de los calcetines
 
Si bien siempre es un engorro el tener que buscarse las habichuelas de nuevo, el buen antropoide tenía la ventaja de ser práctico y poco dado a acumular posesiones, con lo cual cogía sus pieles, sus armas y su familia y se iba con la música a otra parte, sin camiones, sin mudanzas, sin nóminas y sin avales.
Tiempo después, hartos nuestros antepasados del tráfago de ir de un lado para otro, del no encontrarse en un sitio estable ó, en resumen, de no tener un sitio al que llamar hogar, empezaron a domesticar a aquellos animalillos que se mostraban menos agresivos y a su vez menos reticentes a su reciclaje como alimento y ropa, además se dieron cuenta de lo útiles que podían ser aquellas semillas muchas de las cuales eran tan jodidas de comer.

¡Pues bien! Nómadas ó sedentarios, recién bajados del árbol ó con las plantas de los pies curtidas por la tierra, parece que desde el principio hemos estado en la búsqueda de un lugar donde sentirnos confortables y seguros, de un refugio donde reposar, restañar las heridas ó reflexionar en paz. Con estos pensamientos y otros, me dispongo a empacar de nuevo, a echarme la vida a la espalda y ver si de una vez doy con algo parecido a un hogar.





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